La Tienda Roja
La Tienda Roja
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Author(s): Diamant, Anita
ISBN No.: 9781501103780
Pages: 368
Year: 201411
Format: Trade Paper
Price: $ 23.46
Dispatch delay: Dispatched between 7 to 15 days
Status: Available (Forthcoming)

La Tienda Roja 1 La historia comenzó el día que apareció mi padre. Raquel llegó corriendo al campamento, sus rodillas subían y bajaban, gimiendo como una ternera separada de su madre. Pero antes de que nadie pudiera reprenderla por comportarse como una muchacha salvaje, comenzó a hablar de modo entrecortado de un extraño que estaba junto al pozo, y las palabras le salían de la boca y se esparcían como agua sobre la arena. Un salvaje sin sandalias. El cabello revuelto. La cara sucia. La besó en la boca, un primo, hijo de su tía, que había dado de beber a las ovejas y las cabras en el pozo y había echado a los vagabundos de allí. --Pero ¿qué dices? --preguntó su padre, Labán--.


¿Quién ha llegado al pozo? ¿Quién lo acompaña? ¿Cuántos sacos trae? --Se va a casar conmigo --dijo Raquel resueltamente, una vez que hubo recuperado el aliento--. Dijo que yo soy para él y que se casaría conmigo mañana, si pudiera. Vendrá a pedírtelo. Lía se puso furiosa ante el anuncio. --¿Casarse contigo? --dijo, cruzando los brazos y echando atrás los hombros--. Hasta dentro de un año no estarás en condiciones de casarte --dijo la hermana mayor, que, aunque sólo tenía unos años más que Raquel, ya obraba como la regente de los pequeños dominios de su padre. A la administradora de catorce años de la casa de Labán le gustaba adoptar un tono arrogante y maternal con su hermana. --¿Qué es todo esto? ¿Y cómo es que llegó a besarte? Era una infracción terrible a las costumbres, aunque viniera de un primo y aunque Raquel fuera tan joven que se la podía tratar como una criatura.


Raquel se mordió el labio inferior de un modo que habría sido infantil sólo unas horas antes. Algo había pasado desde que abrió los ojos aquella mañana, cuando el asunto más importante que tenía en mente era encontrar el lugar donde Lía escondía la miel. Lía, la muy asna, nunca la compartía con ella, sino que la guardaba para los invitados y sólo daba a probar un bocado a la pequeña Bilhá y a nadie más. En aquel momento, Raquel sólo podía pensar en el extraño de pelo largo cuyos ojos habían encontrado los suyos; el reconocimiento la había hecho estremecer hasta los huesos. Raquel sabía lo que Lía quería decir, pero el hecho de que ella todavía no hubiera comenzado a sangrar ya no significaba nada, al menos para ella. Y le quemaban las mejillas. --¿Qué es esto? --dijo Lía, de pronto divertida--. Está enamorada.


Mírenla --dijo--. ¿Han visto alguna vez que esta niña se pusiera colorada? --¿Qué es lo que te ha hecho ese hombre? --preguntó Labán gruñendo como un perro que husmea la presencia de un intruso en su territorio. Cerró los puños, frunció el ceño y concentró toda su atención en Raquel, la hija a la que nunca había pegado, la hija a la que rara vez miraba a la cara. Ella lo había asustado desde el mismo día en que nació, una irrupción violenta, desgarradora que había matado a su madre. Cuando la criatura finalmente salió, las mujeres quedaron desconcertadas al ver que algo tan pequeño, una niña, había causado tantos problemas durante varios días, y le había costado a su madre tanta sangre y, finalmente, la vida. La presencia de Raquel era poderosa como la de la luna, e igualmente bella. Nadie podía negar su belleza. Incluso cuando yo, de pequeña, rendía culto a la hermosura del rostro de mi madre, sabía que la belleza de Lía palidecía ante la de su hermana menor, cosa que siempre me hizo sentir como una traidora.


Sin embargo, negarlo habría sido como negar el calor del sol. La belleza de Raquel era extraña y cautivadora. El cabello castaño tenía un brillo de bronce y la piel era dorada, como la miel, perfecta. En aquel fondo ámbar, sus ojos eran sorprendentemente oscuros, no castaño oscuro sino profundamente negros. Negros como la obsidiana pulida o como la profundidad de un pozo. Aunque era diminuta, de huesos pequeños y, aun después de haber tenido hijos, de senos poco salientes, tenía manos firmes y una voz grave que parecía pertenecer a una mujer mucho más corpulenta. Una vez oí discutir a dos pastores acerca de cuál era la mayor cualidad de Raquel, un juego al que yo también había jugado. Para mí, el detalle más maravilloso de la perfección de Raquel eran sus mejillas, altas y marcadas sobre el rostro, como higos.


Cuando era pequeña quería tocarlas, como si quisiera alcanzar una fruta que aparecía si ella sonreía. Cuando me di cuenta de que no podía cogerlas, las lamía, para probar su sabor. Esto hacía reír a mi hermosa tía hasta que se le contraía el vientre. Me quería más que a todos sus demás sobrinos juntos, por lo menos eso decía mientras tejía con mis cabellos unas complicadas trenzas, una labor para la que faltaba paciencia o tiempo a las manos de mi madre. Es casi imposible exagerar la belleza de Raquel. Desde que era una recién nacida, era como una joya a la que todos llevaban de un lugar a otro, un ornamento, un raro placer, la niña de ojos negros y cabello dorado. Su sobrenombre era «Tuki», que significa «Dulzura». Todas las mujeres compartieron el cuidado de Raquel cuando su madre, Huná, murió.


Huná era una hábil partera conocida por su risa gutural y muy llorada por las mujeres. Nadie protestó por tener que atender a la huérfana de Huná, e incluso los hombres, sobre los que los recién nacidos ejercían tanta fascinación como los fogones, se detenían para pasar las encallecidas manos por sus notables mejillas. Luego se levantaban oliéndose los dedos y moviendo la cabeza. Raquel olía como el agua. ¡De verdad! Por donde ella pasaba quedaba un olor de agua fresca. Era un aroma increíble, verde y delicioso; en aquellas polvorientas colinas era el olor de la vida y la salud. De hecho, durante muchos años, el estanque de Labán fue la única razón por la cual su familia no murió de hambre. Desde el principio se pensó que Raquel podía ser una zahorí, una persona capaz de encontrar pozos escondidos o ríos subterráneos.


La joven no cumplió aquellas expectativas, pero sin que se supiera cómo, el olor del agua dulce iba pegado a su piel y permanecía en su ropa. Cuando se perdía alguno de los niños, más de una vez se encontró al pequeño travieso profundamente dormido entre sus mantas, chupándose el dedo pulgar. No era extraño que Jacob quedara hechizado en el pozo. Los otros hombres se habían acostumbrado a las miradas de Raquel y también a su asombroso olor, pero para Jacob tuvo que ser como una aparición mágica. La miró fijamente a los ojos y quedó hechizado. Cuando la besó, Jacob gritó con la voz del hombre que yace con su mujer. El sonido despertó a Raquel, la alejó para siempre de la infancia. Apenas hubo tiempo de escuchar a Raquel describiendo el encuentro antes de que el propio Jacob apareciera.


Se dirigió a Labán, y Raquel observó a su padre evaluando al recién llegado. Labán se fijó primero en las manos vacías, pero también vio que la túnica y la capa del extraño eran de buen material, su cantimplora era de buena factura, el mango del cuchillo estaba hecho de hueso tallado y bruñido. Jacob se plantó directamente ante Labán y, dejando caer la cabeza, se presentó: --Tío, yo soy el hijo de Rebeca, tu hermana, la hija de Najor y Milká, de quienes tú también eres hijo. Mi madre me ha enviado a ti, mi hermano me ha perseguido hasta aquí, mi padre me arrojó hacia ti. Te contaré toda la historia cuando no esté tan sucio y cansado. Busco tu hospitalidad, que es famosa en estas tierras. Raquel abrió la boca como para hablar, pero Lía apretó el brazo de su hermana y le lanzó una mirada feroz; ni siquiera la juventud de Raquel podía excusar que una niña hablara cuando dos hombres conversaban. Raquel dio pataditas en el suelo y tuvo pensamientos terribles sobre su hermana, aquella urraca mandona, aquella cabra bizca.


Las palabras de Jacob acerca de la famosa hospitalidad de Labán eran una amable mentira, porque Labán estaba cualquier cosa menos complacido ante la aparición de su sobrino. Pocas cosas producían placer al anciano, y los visitantes con hambre siempre eran sorpresas desagradables. Sin embargo, no había nada que hacer; tenía que atender la petición de su pariente y no había forma de negar el parentesco. Jacob conocía los nombres y Labán reconoció el rostro de su hermana en el del hombre que tenía delante. --Eres bienvenido --dijo Labán sin sonreír ni devolver el saludo al sobrino. Mientras daba media vuelta para alejarse, hizo una señal con el pulgar a Lía, para encargarle de aquella molestia. Mi madre asintió y volvió la cara hacia el primer hombre adulto que no miró para otro lado al tener delante sus ojos. * * * La visión de Lía era perfecta.


De acuerdo con una de las leyendas más ridículas de la historia de mi familia, ella echó a perder sus ojos al derramar un mar de lágrimas ante la perspectiva de casarse con mi tío Esaú. Quien crea esto también podría terminar comprando una esponja mágica que hiciera que todos los que lo miraran languidecieran de amor. Pero mi madre no tenía ojos débiles ni enfermos ni legañosos. La verdad es que sus ojos hacían sentir mal a los demás y la mayoría de la gente prefería rehuirlos; uno era azul como el lapislázuli y el otro verde como la hierba de Egipto. Cuando nació, la partera gritó que lo que había salido del vientre de su madre era una bruja y que tendrían que ahogarla antes de que atrajera la maldición sobre la familia. Pero mi abuela Adá dio una bofetada a aquella necia y maldijo su.


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